lunes, 18 de marzo de 2013

El Señor de la Marea (1)

La salada brisa del mar acariciaba la costa. Aquel viento llevaba consigo el murmullo proveniente de un pueblo de pescadores donde sus habitantes convivían con extrañas criaturas cuya existencia no pasaba desapercibida para el gobierno local. A lo largo y ancho de la pequeña población se arrastraban reptiles de cuerpos sinuosos e imponentes cornamentas a los que los aldeanos habían acogido con su hospitalidad desde tiempos remotos, que no sólo ayudaban a los humanos a traer el sustento a sus hogares, sino que también eran depositarios de una vasta sabiduría milenaria con la que iluminaban a todo aquel que quisiera escucharles. De esta manera, aquella aldea marinera poseía un conocimiento sin igual del mundo que les rodeaba, constituyendo su más preciado tesoro más allá de las riquezas materiales que pudiesen acumular. Sin embargo, a menudo gentes de oscuras intenciones acudían a este lugar atraídas por los rumores de cuantiosos tesoros que circulaban por la capital. Cuando intuían la presencia de aquellos indeseables los escamosos seres se desvanecían en el aire, volviendo de regreso a sus guaridas de donde no saldrían hasta que el peligro hubiese cesado. Entonces el Guardián, cuya misión consistía en preservar los secretos que los dragones habían otorgado a su pueblo, hacía gala de toda su labia y astucia para alejar a los mirones de la aldea.

Sin embargo, la actitud de esta población hacia los puros de corazón cambiaba de forma radical. Gracias a las misteriosas habilidades de los gigantescos reptiles, los recién llegados eran rápidamente identificados en cuanto alguno de los dragones salía al encuentro del desconocido. Enseguida la aldea se llenaba de regocijo y se declaraba una fiesta en honor del visitante. Todos se reunían bajo el techo del Guardián, una gran cabaña donde podían refugiarse junto con algunos de los fantásticos seres, y allí se llevaba a cabo un gran festín donde todo el pueblo compartía sus conocimientos con el inesperado anfitrión. El momento culminante llegaba cuando Phedrus, el anciano dragón que vivía con el Guardián, bendecía la llegada del desconocido cantando alabanzas con su profunda voz, capaz de conmover hasta la más dura de las rocas. Ningún hombre salía de allí sin haber derramado lágrima alguna tras el banquete, y el viajero podía estar seguro de que llevaría consigo un recuerdo hermoso e imborrable. Así transcurrían los días en aquel lejano pueblo de mar donde ocurrían hechos tan maravillosos. En sus cabañas de madera nunca faltaban comida ni agua y los dragones adultos se encargaban de instruir a los niños mientras estos jugaban con sus crías. Era, sin duda, una estampa paradisíaca que no todo el mundo tenía el lujo de disfrutar.

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